Peregrinación a Grecia

Atenas, 3 al 11 de abril de 2000

Luego de un año en Portugal, yendo y viniendo en avión, Air France me acreditó suficientes millas como para pagar cuatro pasajes gratis a Atenas. Yo dudaba en gastar tanto dinero, pero los pasajes gratis, el alojamiento en casa de mi primo, y el fallecimiento de mi tío Taki me decidieron a no posponerlo más.

El viaje empezó el lunes 3, con bastante ansiedad. Literalmente no veíamos la hora de partir. Terminamos esperando el taxi (que no venía) en la puerta de casa, disimulando mal nuestra impaciencia. Todos nuestros bártulos entraron en el Mercedes, y llegamos al aeropuerto. Con Chris en brazos, compré su pasaje despues de una espera abominable, y me enteré que nos habían cambiado de terminal. Por suerte, era tan cerca que pudimos ir a pie. Resulta que Grecia entró en el espacio Schengen, por lo que no me pidieron pasaportes ni al entrar ni al salir.

Pasamos un momento agradable en el salón de Business Class, Brenda y los chicos fueron feroces predadores de cuanta botellita de agua mineral, bolsita de papas fritas o de frutas secas se presentara ante ellos. Yo me entretuve jugando con el bebe.

Llego el momento de embarcar. El avión era un Airbus 321, estaba lleno. Había dos colegios y varios japoneses, munidos de sus respectivas cámars y filmadoras, y hasta de un juego de go magnético para jugar en el avión. Por suerte, no había mucho lugar, por lo que aproveché para sentar a Thelma seis asientos adelante y a Niko detras mío, quien se pasó todo el viaje hablando hasta por los codos. Por suerte, a Niko y Thelma les dejaron sentarse en la cabina del piloto, y a Niko le explicaron cómo funciona el joystick (los Airbus no tienen volante sino una palanquita llamada joystick). A los chicos les regalaron juguetes y cositas para entretenerlos durante el viaje.

Al acercarme a Atenas, el avión bajó debajo del colchón de nubes, y volví a contemplar con un nudo en la garganta por primera vez en veinticuatro años el suelo griego y las aguas del Egeo. Brenda lo adivinó y me preguntó si estaba emocionado. No se le puede esconder nada...

El piloto apuntó al centro de Atenas, para hacer un círculo descendente, en una maniobra muy arriesgada. Pensé que terminaríamos dándonos un chapuzón en las gélidas aguas del Egeo en abril, al lado de un número increíble de barcos esperando turno en la rada del Pireo. Pero ninguno de mis vaticinios se cumplió, y llegamos sanos y salvos (y secos) al aeropuerto. Un Hércules 130 de la Fuerza Aérea Griega nos recordó que estábamos en un país en conflicto. Nos esperaron con un bus y nos llevaron a retirar las valijas.

Al llegar, era un lío, todo muy griego. Varias veces nos cambiaron la cinta transportadora, hasta que pudimos recuperar nuestras valijas; por supuesto, nuestras valijas identificadas "Equipaje prioritario" salieron junto con todas las demás…

Al salir estaba mi primo Tony, un poco más gordo y con un poco menos de pelo que hace seis años, pero con su sonrisa de siempre. Un auto nuevo (un Xsara) nos llevo a su casa, bordeando Atenas. Como el gobierno prohibió a los autos entrar al centro de Atenas un día por semana para reducir la polución, los griegos se compran dos autos, cuidando que uno sea de chapa par y el otro de chapa impar, agravando los problemas de polución y sobre todo, de estacionamiento…

Me pareció mentira leer los carteles en griego y reconocer las palabras familiares que comenzaban a borrarse de mi memoria. Mientras tanto, mi primo se ponía a hablar de política (los otros dos deportes nacionales son el fútbol y el basket), sobre todo porque carteles de todos los colores tapizaban la ciudad. Los partidos Nea Dimokratia (centroderecha) y PASOK (centroizquierda) se disputaban una elección legislativa por pocas centésimas. Tony no era ajeno a la efervescencia del momento, pero no precisamente por algún fervor de militante: su empresa simplemente tenía a su cargo la publicidad de algunos de los famosos candidatos.

Cuando llegamos a su casa, reconocí a Constantino y a Gabriella, su mujer, aunque mi prima había cambiado de look y de melena rubia ahora lucía una larga cabellera caoba. Cenamos en el comedor, instalamos nuestros bártulos y decidimos que yo dormiría en el sofá del comedor. Ese detalle intrascendente tuvo dos consecuencias: que dormí mejor, y que mi mujer se quejó de que se sentía como una chica au pair .

A Tony le regalamos un libro de fotografías sobre París de todas las épocas, mientras que a Gabriella le toco un pañuelo con un prendedorcito. A los chicos les trajimos remeritas de París.

Dormimos tarde, no podíamos dejar de aprovechar cada momento.

El martes a la mañana fuimos al Syntagma. Reconocí los trolleys rusos de modelo de principios del '70 en los que había viajado veinticinco años atrás. A decir verdad, no me fue muy difícil: eran los mismos. Ya no había boletero en la puerta de atrás: uno sube y tiene que marcar los boletos (previamente comprados en los quiosquitos) en máquinas agujereadoras.

El tránsito de Atenas no es el de Bangkok, pero se le parece. Una hora para hacer unos poquitos kilómetros. Las motitos y motonetas tripuladas por gente sin casco (un horror en Francia, pero la norma en Grecia), la polución que impide ver claramente la ciudad (luego me enteré que los particulares no pueden tener vehículos Diesel)… uno diría que ambas ciudades son hermanas.

Pese al loquero llegamos al centro. Contraté una excursión con guía en francés para el día siguiente, hariamos el tour de la Argólida en un bus. Visitaríamos Epidavros, Nafplion y sobre todo, el sueño de Schliemann, Micenas.

Comimos temprano en un MacDonald's que estaba justo adonde estaba antes Papaspirou. Qué pena, las ricas tortas de almendra que yo me comía en la plaza Constitucion (Syntagma) mientras esperaba a mi mama, quien se iba a comprar cositas por ahí. Como un símbolo de los tiempos que corren, Papaspirou se mudó a otro local, y el dinero ha comprado lo que a la tradición le pertenecía por derecho.

Luego rajamos para el Partenón en taxi. Menos mal que fuimos en taxi, me enteré que teníamos apenas una hora para visitar dos mil quinientos anios de civilización. Pese a todo, nos alcanzó para dar la vuelta ritual, admirar las esculturas y frisos del museo, explicarles a Thelma y a Niko que tal friso representaba a Hércules matando al león de Nemea o bien mostrarles una falange de hoplitas.

Cargamos agua en una fuente, mientras mirábamos los mármoles del Pentélico que iban a restaurar sus hermanos puestos en la época de Pericles. Bajamos (les pedí a una pareja francesa que nos sacara unas fotos porque mi cámara se había roto, cortesía de Chris), y bajamos en dirección a Atenas de nuevo.

Pedí un mapa en una agencia Avis. Con ese mapita encontré una plaza en el Parque Nacional, cerca de la Puerta de Adriano, el más helénico de los emperadores romanos. Llevamos a los chicos para que se sacaran las energías, de paso compramos postales y una camarita descartable que luego se reveló bastante mala. Pese a todo, con ella sacaríamos las fotos de los chicos en la Puerta de los Leones.

Luego, dimos una vuelta por Ermou, caminando desde Syntagma hasta Monastiraki. Yo quería ir hasta la antigua Agora, pero no nos alcanzó el tiempo. Volvimos por las calles de Plaka, con el bebé en brazos porque ya no se aguantaba el cochecito. El viaje de regreso se nos hizo larguísimo.

Al día siguiente, hicimos un esfuerzo titánico para poder levantarnos y estar listos a las siete de la mañana, un taxi oportunamente llamado nos esperaba en la puerta de casa. Lo hicimos, y llegamos siete y media, suficiente para esperar en la confitería del hotel Amalia, cerca de la plaza Syntagma ,la partida del bus.

La guía era antipática, algo raro en los griegos, quienes son habitualmente muy cordiales. Le interesaba más que el bebé no hiciera ruido que otra cosa. Hablaba un francés casi sin faltas (la condición necesaria para contratar el tour fue que nos dieran las explicaciones en francés o español), y las versiones inglesa y francesa del texto que nos decía eran exactamente iguales, prueba que el "machete" lo había repetido una y mil veces. El bus estaba vacío, por lo que cada uno de nosotros pudo disponer de mucho espacio para moverse.

Llegamos al Istmo de Corinto, luego de haber pasado por la autopista que une Atenas con Patra. Los bolichitos y los habituales vendedores ambulantes habían sido reemplazados por enormes confiterías, equipadas con chucherías hasta por los codos. Había de todos: cerámicas atenienses, halva, muñequitos con los trajes nacionales griegos, guías en ruso, inglés, francés, alemán e italiano de todo lo que pudiera ser de interés para los turistas, etc. Yo atravesé el canal en ambos sentidos con el cochecito del bebé, mientras contemplábamos cómo un carguero atravesaba el istmo en proveniencia del Pireo.

Luego de pasar junto a la vieja ciudad de Corinto, en lo alto de una montaña desde la cual vigilaba un castillo de la época turca, entramos de lleno en el Peloponeso, en una región llamada la Argólida. Chris se mandó una rabieta como no había nunca visto antes, parece que la falta de sueño lo puso de un humor de los mil demonios. Pasamos junto al campo de batalla de Dervenakia, adonde los revolucionarios de 1821 les disputaron a los otomanos la primera zona libre de Grecia. Luego llegamos a Micenas.

Micenas ya no es lo que era. La Puerta de los Leones está allí todavía. Como un dolmen rodeado de piedras, la puerta de la otrora fortaleza militar tenía todavía la placa que adornaba la entrada. No sabemos bien de dónde vienen los símbolos del león, pero es seguro que en tiempos protohistóricos, en Grecia había leones, basta recordar el famoso León de Nemea (en el Peloponeso también), que Hércules tuvo que exterminar. Con Chris en brazos vimos las excavaciones de Schliemann y su mujer y subimos hasta lo alto de la fortaleza. Brenda estaba exhausta pero feliz, el sol de la Argólida le daba unas fuerzas inauditas.

Volvimos apenas a tiempo para subir al bus. Seguimos camino hasta Nafplion, adonde comimos en un hotel de cuatro estrellas pero que no tenía ni un solo juego para chicos... Una breve visita al puerto de Nafplion nos convenció que era un lugar para volver, tal vez en verano, por la belleza del lugar y la claridad de las aguas del mar.

Cuando llegamos a Epidavros, visitamos el teatro y el museo con las esculturas y exvotos. Me impresionó la inteligencia del anciano médico, quien decía que el teatro y la música eran también terapias (curaciones).

El regreso fue aburrido. Chris aceptó que le contara canciones infantiles. Cada vez que terminaba una, le preguntaba si quería otra, y el bebito me decía invariablemente que sí. Finalmente, el bebé decidió que quería su mamá, por lo que se fue a los brazos de Brenda.

La llegada a Atenas fue caótica. El bus no pasaba, porque había una manifestación del Partido Komuñista que bloqueaba el tránsito. Decidí bajar para tomar un taxi, pero HORROR ! ninguno paraba. Luego nos explicaron que en Atenas, los taxis se comparten, y que en los semáforos la gente pregunta a los taxis ocupados adónde van, a ver si pueden subir. Ahora bien, subiendo de a cinco, les arruinábamos a los taxistas el suculento negocio...

Terminamos yendo a pie a la Plaza Omonia, versión griega de la Place de la Concorde (Omonia quiere decir Concordia). Pese a las advertencias sobre terribles bandas de drogados y mafiosos albaneses, no vimos nada de eso: bajamos directamente al Metro y de ahí bajamos a una estación, de donde Gabriella vino a buscarnos con el auto.

El jueves por la mañana fuimos al Museo Nacional, a ver lo que contenían las ruinas que habíamos visto en Micenas y en el Partenón. Lamentablemente, una parte del museo estaba cerrada por causa del terremoto, otras bellísimas estatuas de bronce habían sido enviadas al Pireo ("Hace unos catorce años", me aseguró un cuidador). Pero había salas nuevas, entre ellas una nueva sala de Egipto que es una belleza.

A la noche fuimos a casa de mi tía Beba. Ahí fue cuando me reencontré con mi primo Alex y conocí a su señora, Vasso. Tienen una nenita hermosa, que pronto empezó a jugar con Thelma... quien se quejaba sin embargo que ella era siempre la mayor de los primos, y que siempre tenía que cuidar a los más chicos. Por suerte, dentro de algunos años esas diferencias de edades serán mínimas. La tía me regaló varias fotos, pero hubo una colgada de la pared, que me conmovió.

Comimos como se estila en Grecia (o sea, mucho); particularmente le hice honor a la Pita (tarta de acelga con masa milhojas) de mi tía. La tía, como de costumbre, hizo suficientes milanesas como para un regimiento de evzones, y sobró comida.

El viernes fue un día especial. Decidimos que sería un día en el cual haríamos un poco de holgazanería, y así fue. Vino una señora albanesa a planchar, y mientras ella planchaba yo me preparaba para la gran excursión del día. Visitaríamos a la madrina de mi hermano, Chela, en Glifada, una especie de San Isidro con acceso al mar, al sureste de Atenas, adonde estaba el aeropuerto de Atenas.

El taxi nos llevó de mala gana. Yo no entendía bien qué cazzo hacía el taxista, pero enfin, logramos que nos dejara en la casa de Chela. No había nadie. Llamé por teléfono, y vino la mamá a buscarnos en auto, y fuimos a casa de la mamá. Una persona con una energía y una alegría que los años parecieron activar aún más. Chela estaba igual de cara, pero su cuerpo mostraba que los años no habían pasado en vano, y que darles la vida a dos varones adolescentes había tenido su precio. Chela nos llevó a una plaza, adonde Niko jugó al fútbol (tuve que pedirles yo a los nenes porque mi hijo, obviamente, no hablaba griego), y adonde Chris me eligió (sublime honor) para llevarlo a los juegos. Para un nene que vive pegado a la pollera de su mamá, me pareció un gesto divino.

Luego comimos. La pita de la mamá de Chela, aun siendo diferente a la de mi tía, también mereció el honor de mis mandíbulas; los chicos enjaulados se portaron como de costumbre: mal. Salimos a la playa, adonde veíamos los aviones bajando al aeropuerto al mejor estilo Aeroparque, tan bajo estirando el brazo parecía que casi podríamos tocarlos. Un tipo con musculatura Schwartzenegger piel bronceado Caribe y pelo largo y ondulado se puso a tomar sol delante nuestro.

Ante el aviso, no les despegué los ojos a los chicos, uno nunca sabe. Dos chicos en bicicleta intentaban correr sobre la arena de la playa, mientras dos parejas de enamorados vivían su romance fingiendo ignorarnos.

Niko no pudo con su genio, se fue metiendo más y más en el agua, hasta que se mojó hasta la coronilla. Brenda no pudo evitar un gesto de contrariedad, en cambio, yo me sentí feliz de poder ver a mi chiquito bañarse en las aguas que sus ancestros surcaron en trirremes primero, y en Panamax hasta no hace muy poco...

Le sacamos la ropa mojada a Niko, mientras el hijo de Chela musitaba gruñidos en griego, de un nivel apenas menos soez que los de un rapero de La Courneuve. El chico estaba aburrido, la conversación de bueyes perdidos de los grandes no le interesaba un rábano, y lógicamente, la sangre joven exigía sus derechos.

Para gran decepción de Brenda, no paseamos por la Paralía (rambla) porque hacía mucho frío, pero recorrimos la elegante calle principal de Glifada. Paramos en un supermercado, adonde aproveché para comprarle crema de enjuague a Thelma, quien gruñía que tenía nudos cada vez que se bañaba. Compré a buen precio una camarita descartable de 800 ASA, que espero que dé buenas fotos (todavía no las revelé). Los negocios de Glifada son suntuosos, modernos, de buen gusto, daban ganas de irse a vivir allí. Nos enteramos que los americanos estaban en una base de la NATO no lejos de allí, y que su partida, festejada por los militantes de izquierda, fue amargamente lamentada por los lugareños de Glifada: las propiedades bajaron de precio a la mitad, y los comerciantes tuvieron que hacer frente a una imprevista disminución del poder adquisitivo de su clientela.

Luego de un café en casa de la madre de Chela, salimos una vez más en dirección a la plaza central, adonde está la parada de taxis. Con gran tristeza me separé de Chela y su mamá. Aunque pienso que cuando el corazón se te parte cuando te despedís de alguien, es porque ese alguien es valioso para vos. Y es lindo tener gente valiosa en su corazón.

Volvimos entonces en taxi, quien nos dejó en la casa de Tony.

El sábado salimos con Tony y sus chicos a un parque. El tiempo estaba rarísimo para Atenas, frío, nublado, con llovizna... parecía el clima execrable de París de invierno. Sacamos fotos en el parque, y volvimos a tiempo a casa, adonde Gabriella nos esperaba con la mamá. Mi primo y Gabriella nos llevaron a un restaurant al lado de una vieja estación de tren regional, en la cual había una auténtica atmósfera de taberna griega. Nada de bolichones llenos de porquerías para turistas: todos griegos. Los turistas no llegan allí.

Comimos como Dioses del Olimpo. El plato fuerte, cuando llegó, nos encontró casi ahitos: era cabrito, producción propia del dueño del restaurant. Los chicos jugaban en el jardín mientras se prolongaba la sobremesa. Intenté pagar, pero mi prima no me dejó. Hubiera sido una falta de cortesía no permitirles agasajarnos...

Tony se entretuvo sacando fotos de los chicos entre los vagones de ferrocarril que descansaban en una vía muerta. Luego, embarcamos en dirección de la versión local de MacDonald's, que se llama Goody's. Mientras los mayores tomábamos un café y engrosábamos nuestros adipocitos con deliciosas tortas, los chicos jugaban al aire libre y yo miraba el cielo siempre celeste y disfrutaba de un sol de abril que no era nada tímido a la hora de dar calor. ¿ Quién podría estar de mal humor con un tiempo así ?

Ese sábado a la noche, Gabriella y yo jugamos al ajedrez. Gabriela tenía fama de come-hombres (por suerte mi primo me pasó el dato a tiempo), por lo que jugué como mi maestro César Corte me había enseñado: dominio del centro, desarrollo, ganar tiempo. Las reglas de base que habían permitido a un tal Paul Morphy destrozar a los más enardecidos ajedrecistas románticos del siglo XIX.

Gabriella había aprendido mal las reglas, y jamás había estudiado la teoría, pero me di cuenta que tenía una imaginación desbordante. Una mezcla de Adolf Anderssen con jugador de taberna griega.

Primera partida. Según lo exigen las reglas de caballerosidad del ajedrez, le cedí las blancas a mi prima. Hizo una apertura rarísima, algo así como una Philidor invertida por transposición. En un descuido, le gané calidad y soporté un heroico ataque a la bayoneta sobre mi enroque; cuando la situación se puso desesperada, devolví calidad en un sacrificio de torres pero le destruí la estructura de peones y le desmantelé el ataque. Los peones de Gabriella cayeron uno a uno, víctimas de mi dama. Luego me concentré en cambiar piezas para llegar a un final sin damas. Coronar un peón fue suficiente para ganar la partida. Había ganado con mi viejo estilo, ese que mi profesor de ajedrez en el Liceo Militar llamaba estilo Petrosian. Sin querer compararme al gran campeón armenio, el estilo era de mi adolescencia había vuelto: sólido dominio de las apertura, juego cuidadoso y conservador dentro de una coraza de peones, y al más mínimo error del contrario, un juego posicional implacable para rematar al contrario.

La segunda partida fue más equilibrada, pero esta vez ni me pudo atacar. Jugué un gambito de dama aceptado, mi apertura favorita con las blancas, sobre todo porque hay una sola respuesta con las negras que me molesta, que es la Indo-Benoni,y que casi nadie la juega (todavía recuerdo a Pablo Pie dándome una paliza con esa apertura; perdido por perdido, recuerdo haber intentado ganarle por tiempo :-). La cuestión es que Gabriella cuando quiso darse cuenta me había cedido el centro y mis piezas estaban desarrolladas. Otra vez le destruí la estructura de peones a cambio de la pareja de alfiles. Ya no pudo atacar.

La tercer partida jugué una defensa Siciliana, variante del Dragón (hubiera querido jugar la variante Najdorf de la defensa Scheveningen, pero con mi feroz contendiente había que jugar más agresivo que de costumbre. Gabriella estaba exasperada: "No me dejás atacarte..." Mismo resultado.

Cuando terminó la partida, le conté la historia de los precursores (Ruy López de Segura), de los románticos (Anderssen, Tarrasch, Philidor), de los primeros jugadores posicionales (Morphy, Capablanca, Alekhine), de los grandes jugadores modernos (Paul Keres, mi ídolo; del ciclotímico Bobby Fischer y del tremendo Kasparov). Le conté del Elo, le expliqué los principios básicos de táctica y estrategia, y el comportamiento en torneos de ajedrez. Creo que llegado a ese punto, me di cuenta que no fui yo quien le había ganado tres partidas. Fue la historia del ajedrez. Yo sólo moví las piezas.

El domingo fue de elecciones. Con Tony, Brenda y los chicos fuimos a otro parque, que estaba bien equipado y por suerte no llovía. Tony se la pasó sacando fotos. Niko jugó con algunos chicos griegos al fútbol. Luego de comer todos en familia, se hizo las cinco de la tarde entre que la comida estuvo lista y que terminamos con el inevitable café.

A las cinco de la tarde en punto, Brenda me gruñó porque quería salir un poco. Tomamos entonces el cochecito del bebé y paseamos a pie. Paseamos por una plaza que estaba inmunda, por lo que fuimos a otra un poco mejor adonde unos muchachones practicaban una de las dos religiones oficiales del país: el fútbol. Seguimos viaje por los negocios vacíos (en Grecia los domingos no abre ni el gato) hasta llegar a lo que sería Tribunales. Hay un parque al lado, pero estaba tan oscuro que preferimos volver. Tony llamó; vendría a buscarnos en auto. Y así fue, vino a buscarnos en su autito, algo que nuestras humanidades agradecieron. Mientras esperábamos a Tony, veíamos a un grupo de pakistaníes jugando al cricket sobre la explanada, mientras los perros paseaban. Antes de irnos, fuimos a una especie de anfiteatro de cuarenta a cincuenta personas que había en el parque, y los niños hicieron sus proposiciones políticas: aumento en las cuotas de golosinas, reducción de horas de colegio, abolición de la obligación de comer la comida que no les gusta. Al menos, comparada con la plataforma de los políticos de verdad, la de los chicos tenía tres ventajas: 1) Era coherente con las aspiraciones del electorado, 2) Era realizable, 3) Era clara y comprensible. A veces me pregunto si no sería mejor darle la banda presidencial a alguna criatura.

De mucho mejor humor, volvimos a casa y preparamos la salida del lunes, último día.

Esa noche fue muy importante para mí. Tony hizo copias de las fotos de familia que había encontrado. En la cocina de su casa, instaló la ampliadora. Como por arte de magia, sacó en pocos minutos (a mí me hubiera costado una hora) copias de fotos del casamiento de nuestra tía abuela Dímitra, en la cual figuraba un venerable anciano de bigotes y pelo blancos.

Otras dos fotos mostraban a algunos adultos en la flor de la vida, sonriendo, al lado de taxis. Uno se parecía muchísimo a Takis.

Creo que es difícil explicar lo que es la sensación de pertenencia, pero esa noche en la cual mi tía se la pasó explicando a mi pedido vida, obra y milagro de nuestros ancestros, me sentí de nuevo como si mis raíces hubieran reverdecido.

Mi tía me contó toda la genealogía familiar y detalles de todos nuestros familiares, hasta donde ella se podía acordar. Tía, disculpame, pero mamá jamás me dio en treinta años tanta información como vos en un día.

Lunes. Salimos tranquilos a la mañana, el malhumor del bebé durante el viaje al Peloponeso nos había convencido que era mejor perder un poco de tiempo a tener un berrido insoportable toda la mañana.

Llegamos a Omonoia, el chofer amablemente nos indicó adónde bajar (nada que ver con la lúgubre fama que la plaza susodicha tiene de noche) y tomamos el tren que nos dejaría en el Pireo. Pasamos al lado del estadio del Olimpiakos, cosa de despertar los instintos futboleros de Niko. Cuando llegamos a la estación, tal cual me lo imaginaba, el único barco que salía era un aliscafo a Egina. Alla los llaman "Flying Dolphins".

Decidimos comer en la version local del MacDonald's, en la cual no les importó cobrarnos algunas lepta menos (1 dracma = 100 lepta). Astuto. Decidimos que adoptaríamos esa cadena para nuestras necesidades de fast-food. Los chicos jugaron un poco en un playroom cubierto, salimos justo para ir al banco a cambiar algunos dólares por dracmas. En el Banco Nacional de Grecia nos cambiaron rápidamente (yo me temía que perdíamos el barco por no llegar a tiempo). Craso error: olvidé la puntualidad griega, que estira el tiempo como chicle. El barco salió quince minutos tarde, piloteado por el Capitán Milonás. Si no fuera porque Milonás quiere decir "Molinero" y que por ende, es un apellido común como Pérez, hubiera subido a la cabina para preguntarle si no era de mi familia. Los que sí subieron a la cabina eran los chicos, quienes pudieron ver la aproximación a Egina desde la cabina del capitán. Lamentablemente, Niko no quiso oír mis historias de marinos, y se la pasó saltando como un canguro de los salones de proa a los de popa. Yo ya me veía tirándome al agua helada del Egeo con un salvavidas para buscar al mocoso.

Nada de eso ocurrió, y Egina nos recibió con sol. Fuimos a la Oficina de Turismo, que era trucha. Todo era trucho. Decidimos por ejemplo alquilarle un Panda al de la oficina de Turismo. Los papeles no estaban en regla. El auto era de un amigo, encontramos sus cigarrillos a bordo de la guantera. Pero no importó, tenía el motor Fire, un motorcito bellisimo que es un placer manejar. Cosa extraña: tenía una sillita para bebés. Increíble.

Salimos bordeando la costa hacia el sudoeste. Comprobamos amargamente que no alquilar un auto desde el vamos fue un error. Debimos incluso haberlo hecho para visitar el Peloponeso. Nos hubiera dado la comodidad que necesitábamos. Paramos en una playa, y disfrutamos de las olas del Egeo lamiendo mansamente la arena. Las otras islas del otro lado del mar enmarcaban el paisaje.

Fuimos hasta el fondo, luego usamos los mapas turísticos (constatamos que varios hoteles estaban abandonados, ¿por qué ?) para volver y apuntarle a un templo. Cargamos nafta (me olvidé que el Fire anda con el olor, por lo que cargué mucho más que lo necesario) pero nos salió bien: la dueña de la estación de servicio me pasó toda la información que necesitaba. Decidimos pasar primero por el Templo de Artemisa, que se encuentra mucho mejor conservado que el Partenón. Desde lo alto de la colina, dominando el mar, veíamos la Rada del Pireo, con sus decenas, tal vez cientos de barcos esperando indolentemente el momento de zarpar. Al fondo, el Atica, Atenas y sus suburbios se veían apenas a través de la bruma del atardecer.

Dicen que Grecia es un país para amar y para amarse. Nada más cierto. Es un lugar adonde el cielo, el mar, el clima, hace que la gente disfrute de la compañía mutua, y adonde los enamorados se sienten más unidos que nunca. Brenda y yo nos sentíamos con dos enamorados, nos dábamos la mano casi con timidez, como los primeros instantes de nuestro noviazgo. Por supuesto, hubo que contar con los tres celosos chaperones espiando cada uno de nuestros movimientos :-)

Luego del Templo de Artemisa, atravesamos un pueblito lleno de atracciones, tabernas, restaurantes... Los carteles en alemán no dejaban lugar a dudas de quiénes frecuentaban esos sitios.

Luego fuimos al templo de San Nectáreo, el obispo de Egina fallecido hacia 1920 y que desde entonces se le atribuyen curaciones milagrosas. Lo cierto es que el templo es bellísimo, nuevo, rutilante, todo blanco y dorado, con partes todavía en construcción. Prendimos algunas velitas a la manera ortodoxa, y pensamos en nuestros seres queridos, los que están y los que no están.

Luego fuimos hacia el norte, apuntando a Atenas, y tomamos la ruta de la playa hacia el puerto. Hicimos dos paradas, una en un faro para sacar fotos, otra en... una plaza para que los chiquitines se desperecen las piernas.

Entregamos el auto (casi chocamos cuando Brenda intentó parar). Los griegos ansiosos de ver si el auto volvió entero comprobaron con alivio que así era. Luego de darle trabajo a las mandíbulas (recuerdo a un viejo marino, con la piel curtida por el sol, hablándole a mi bebito), paseamos un poco por el puerto, y subimos al Flying Dolphin que nos llevaría de regreso a Atenas.

Y así fue, el trayecto de regreso se nos hizo larguísimo, pero al fin llegamos con el comienzo del ocaso. Fue maravilloso.

Tuvimos la suerte de encontrar un taxista, simpático, quien nos hizo un precio razonable hasta la casa de Tony, y que nos dejó en pocos minutos, aprovechando para mostrarnos algunos lugares turísticos para la próxima vez. La verdad, nos dejó con ganas...

Arreglamos que lo llamaríamos al día siguiente para llevarnos al aeropuerto (saber que uno no puede así nomás conseguir taxi nos hizo ser prudentes), y volvimos a casa.

Esa noche terminó con una visita al Lycavitos de noche, para ver la belleza del Atica de noche. Es un lugar de ensueño, sobre todo para las múltiples parejas de enamorados que pululaban por el lugar. Constantino y Tony, y nosotros, disfrutamos de la vista de la capital de Grecia. Al fondo el Partenon, nos recordaba que 2500 años atrás, el hombre decidió no tener ni reyes ni dioses en el centro de su mundo, y de ponerse él mismo en ese lugar. Lo que no osaron las grandes civilizaciones mesopotámicas, lo que no osaron los grandes egipcios y los maravillosos minoicos, lo hicieron los atenienses. Sin rey, con leyes escritas por y para ellos, inventaron las reglas de unidad de tiempo, acción y lugar del teatro moderno, la geometría axiomática, esculpieron estatuas que parecían respirar, erigieron templos de mármol blanco del Pentélico diseñados no por la costumbre, sino por una proporción matemática utilizando números irracionales; sus arquitectos modificaron las formas reales para engañar las formas que percibe el ojo humano, y lo más importante de todo: a los hombres que designaron como modelos, no los eligieron ni entre generales, ni reyes, ni sacerdotes, sino entre siete hombres versados en todas las ramas del saber de aquellos tiempos. Los llamaron sabios y les profesaron admiración y respeto. Y todo pasó ahí abajo, a pocos metros al pie de la montaña en la que, abrazados a nuestros hijos, admirábamos por última vez las luces de la noche de Plaka.

Ese martes fue un día inolvidable. Después de almorzar en un fast-food (nos preguntaron si éramos italianos, ma lei que cazzo tiene en la cabeza ???), fuimos al Museo de la Guerra. Aunque llegamos demasiado tarde y casi no pudimos ver nada, fue suficiente para que Niko se entusiasmara con los cañones que defendieron la cordillera del Pindos en 1940, con los aviones supersónicos que alguna vez vigilaron los cielos de Grecia, con los sables con que los héroes de la Independencia reconquistaron la libertad. Lástima que el museo cerraba temprano; sin embargo, fue suficiente para que yo pudiera contarles de Papaflesas el inconstante, de Atanasio Diakos, el héroe poeta, quien defendiera las Termópilas por segunda vez; de Canaris y de Sahturis, los marinos, del abuelo Elías, quien fue soldado en la guerra del 12 y en la guerra del 14.

Volvimos a casa, ebrios de Grecia, no sin antes pasar por alguna librería para comprar un libro de ajedrez para Gabriella, y por una juguetería con regalitos de despedida para las criaturas de nuestros primos. La despedida fue corta, el taxi llegó temprano; tal vez fuera mejor así.

Llegados al Aeropuerto, en el salón de Business Class los chicos hicieron tanto lío que me llevé al bebé a pasear por los negocios. Me di cuenta que había biografías críticas y bien documentadas de las acciones de los héroes de la Independencia, reducidos a su condición de meros mortales en situaciones de responsabilidad frente a su país y su gente. Pero ya no me quedaban dracmas para comprarlos.

Al subir al Salón para recuperar a los míos, un tipo se metió de manera desconsiderada en el ascensor. Otro pasajero protestó. Le dije en inglés a esta persona, tratando de que el otro me escuchara clarito: "- Hay cosas que un boleto de Business Class no puede comprar." . El otro me entendió y fingiendo seriedad agregó: "Sí, como por ejemplo, la clase." Le agradecí por su educación, y fui a buscar a los míos.

Embarcamos como se suele hacer en Grecia (casi) todo: fue un quilombo. Así y todo, encontramos lugar en el Airbus adonde dejar nuestras cosas, entre ellas un poster de una exposición de fotografías que mi primo Tony había hecho en 1997. Estamos todos muy orgullosos de Tony, es el artista de la familia.

París nos recibió de noche, con lluvia, viento y frío. Teníamos todavía en nuestras pupilas el sol de Grecia, en nuestra piel el calor del sol del Atica, en nuestro corazón el abrazo de nuestras familias.

Pero dentro de mis valijas, cuidadosamente conservadas, nos acompañaban las fotos de mis abuelos. El viaje, nos había devuelto la memoria familiar que la guerra y la emigración nos habían quitado.

Saint Germain-en-Laye, 28 de Mayo de 2000